La vida moderna se caracteriza por el apuro y por la instantaneidad. La tecnología nos ha acostumbrado a darle valor a los segundos. Cada segundo cuenta. Si una respuesta demora más de un segundo, ya nos genera cierta incomodidad. ¿Qué pasa? ¿Por qué demora así en contestar? ¿Cómo puede ser que tarde tanto?
Y así nuestro tiempo, el que tenemos, se ve reducido a lo instantáneo. Ya es la palabra de moda. Todo tiene que ser ya. No se puede ni se quiere esperar.
De la mano del ya y de lo instantáneo viene la percepción de que no nos alcanza el tiempo. La gente se queja por la falta de tiempo. “No tengo tiempo,” dicen. Y en algún sentido es cierto. No lo tienen porque no lo disfrutan. Tener algo es poder disfrutarlo.
La urgencia con la que se vive hoy en día lleva a un estado de ansiedad mental.
La ansiedad que genera la instantaneidad, la velocidad, el apuro, y la anticipación de lo que sigue, hace que no sea posible disfrutar del tiempo que uno tiene.
Y el tiempo que uno tiene es nada más y nada menos, la vida. La propia vida.
La vida es el tiempo con el que contamos. ¿Y queremos transitarla corriendo? ¿Queremos pasar a toda velocidad por las distintas etapas del recorrido sin disfrutar de nada de lo que ocurre? ¿Nos vemos obligados a correr? ¿Para qué? ¿Hacia dónde vamos tan apurados? ¿Cuál es la meta de la carrera?
La incapacidad de sentirnos tranquilos, de estar en el momento en el que estamos, en el lugar en el que estamos sin pensar en qué sigue, es una de las causas del malestar actual.
Por otro lado todo este apuro impide respetar y entender los procesos. Queremos que se resuelva ya mismo. Desconociendo o ignorando que son necesarias ciertas etapas para llegar a un logro.
¿Entonces? Hay que aprender a esperar